Espacio de poesía y cuento (Obra en progreso)

lunes, 11 de abril de 2011

Sueño recurrente


En el sueño recurrente de mi niñez había un camino; una vereda por donde caminaba sola.

Tenía yo alrededor de cuatro años de edad, cuando apareció por primera vez en mis proyecciones nocturnas: un llano, con flores silvestres. En el medio, por donde caminaba, todo era tierra con piedrecillas. El pasto se veía amarillo, como en tiempo de secas. De repente, el paisaje se tornaba verde y floreado. Flores multicolor que iban del blanco de la margarita al rojo de la amapola. Y sí, en ese tiempo aún había amapolas por los llanos.

Rojas amapolas que circundaban otras de menor intensidad. Las había también blancas, naranja, rosas… había otras flores, amarillas pequeñitas, girasoles, margaritas; flores silvestres en cada caso. Había también cactos con las suyas, efímeras y hermosas.
Me acercaba a cada flor, aspirando el aroma, maravillada por la fiesta de colores. Invariablemente iba con un vestido ampón, seguramente con crinolina, y zapatitos nuevos, lo que resulta realmente conmovedor en mi memoria, pues raras veces pude estrenar. Mis padres eran pobres entre los pobres. Papá viajaba de garrotero en los trenes, de cargador en los camiones de fruta; de lo que le ofreciesen.
Mamá cosía ropa y entregaba en fábricas elegantes, de vestidos para niñas ricas; todo hecho a mano. De ahí mi gusto por el rock, por la sonoridad de la palabra rococó. De hecho, ya grande, compuse una canción que se llama Coco Rock. Estoy segura que fue una proyección del recuerdo visual, sonoro, que surge junto con la imagen de mi madre. Lo que viene uno a descubrir en la edad adulta.
Íbamos detrás de mamá como patitos detrás de la mamá pata: formaditos y ordenados. No levantábamos la mirada si ella no nos llamaba. Al llegar a las casas donde también entregaba costura, si nos ofrecían un dulce –como suele hacer la gente adulta cuando ve niñas y niños-, su mirada nos indicaba si podíamos recibirlo o no.
Antes de salir de casa, no teniendo con quién dejarnos, nos advertía que no debíamos fijarnos en las condiciones en que se encontrara el lugar hacia donde nos dirigíamos; que era falta de educación hacer comentarios. De ahí lo despistada. Difícilmente recuerdo cómo van vestidas mis hijas, mi hijo, mi pareja, amigas, amigos. No sé por dónde se entra a un lugar y, lo peor, cómo salir de él.
Así que en mi sueño recurrente, me detengo a mirar cada flor, a tocarla, aspirar su fragancia. Noto el orden natural de sus acomodos extraordinarios entre los verdes, entre el anís de mis tardes de lluvia.
De repente, como si el arcoíris se encerrara en la flor en turno, noto los destellos: en el centro de cada una hay una perla, o una esmeralda, o un rubí, o un zafiro…
Como si fuesen dulces, voy tomando cada joya, maravillada por tantos colores, texturas, formas, prismas, redondez.
Cuando llevo llenas mis manitas y las bolsas de mi vestido, tengo conciencia de que estoy soñando. La niña se entristece.
La niña, yo, en lo más profundo de mi ser, pido que al despertar conserve al menos una perla. Siento el deseo de llorar, pero también la confianza de que así será; que aparecerá cuando abra los ojos y extienda mis dedos. Que ahí estará una joya mía, de nadie más.
Al despertar, abría manos casi al mismo tiempo que mis ojos: nada. Vacía. Entonces, como la niña que era, pronto olvidaba la joya y me dedicaba a mirar mis dedos, las articulaciones de cada uno, las líneas vírgenes de la vida, del corazón. Mi mano era mi tesoro. Mis manos.
No he vuelto a soñar ese camino. Ahora, alguna vez, cuando despierto con los puños cerrados, una sonrisa multicolor aflora en mí y siento los ojos como perlas, esmeraldas, zafiros…

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