Para Claudia y Polo
A los pocos días de cumplir ocho años de edad,
salimos una noche de las orillas de Guadalajara para llegar a vivir al corazón
de Morelia. El mío, mi corazón, latía emocionado mientras la gallina en la jaula para
pájaros se movía inquieta tratando de expandir sus alas, y el gato –en otra
jaula- estaba hecho ovillo. Era abril y el calor crecía.
No supe cuántas horas hicimos, pero cuando
hicieron a un lado la lona para bajar la parte que fungía como puerta en la
troca en que nos mudaron, mis ojos se abrieron expectantes. Venía a descubrir un
nuevo mundo: casas de paredes de piedra, calles anchas y bien trazadas y el
paso de los carros sobre asfalto me dio la impresión de haber llegado a un país
lejano; un país moderno. Habíamos vivido enfrente de un llano y todo afuera de
la casa era tierra. Mi juego favorito era sentarme debajo del laurel de flores
de colores encendidos, abriendo surcos en la tierra negra para dar paso a las
arañas. Disfruté las cuevas en el llano, y hasta el basurero, donde cada día
encontraba algo nuevo, un tesoro: un arete, un muñeco sin un brazo, un trompo
sin punta, un huevo que alguna gallina fue a poner en el calor proveniente de
la basura… Aunque lo que más gozaba eran las tardes en que Ernesto hacía
papalotes y corríamos para que se elevaran. Nunca aprendí a hacer uno. Él era
el mago que, llegando a Morelia siguió organizando los juegos, con sus nuevos
inventos. Teníamos ‘reflectores’ hechos por él cuando jugábamos a policías y
ladrones. Reflectores construidos a partir de una caja de zapatos, un foco y
una extensión. Llegamos a vivir a una casa muy grande, un galerón de piso de
ladrillo que había que trapear con algo rojo que se disolvía en agua. Era un
cuarto muy grande donde cupieron las literas y todas las crías junto con mi Mamá
Tita. Había un pequeño patio con piso de cemento donde se encontraba el baño y
un pequeño cuarto que ocuparon mamá y papa. Desde ese patio podía, al menos,
ver las estrellas. No teníamos la libertad del llano, pero valió la pena. La ciudad
nos impresionó. Es bella, bellísima.
Mi abuelita –Mamá Tita- salió a la calle una
tarde, con un machete en la mano. El cielo estaba cargado de nubes; amenazaba
tormenta. Me sentí avergonzada cuando se hincó a la mitad de ella ‘para
deshacer la culebra de agua que amenazaba huracán’, dijo. Mi vergüenza perdió
el rostro por la risa que me invadió. Eso, en un llano, lo entendía; pero en la
ciudad, en esa calle derecha de una casa tras otra me pareció una locura. La verdad
es que nunca me llevé muy bien con mi abuelita. Creo que no le gustaba mucho mi
piel morena, ni mi personalidad inquieta. Fui demasiado inquieta y parlanchina,
lo contrario a ella, que hablaba muy poco y se limitaba a silbar y en ocasiones
a entonar alguna canción con su hermosa voz de soprano. Cuando la cansaba, me decía
palabras extrañas con un tono que no me sonaba muy amable: ‘Cuzca, garraleta’.
Su rostro blanco y sus azules ojos cambiaban de tono por el enojo. Cuzca me
sonaba a casco, lo que me llevaba a imaginar caballos, yo montada en uno de
ellos. Garraleta, a gitana. Yo, gitana morena, de cabellos negros,
elegantemente vestida con collares y pulseras multicolor y aretes largos, sobre
un caballo. Sonreía.
Con el paso de los años supe el significado de
las dos palabras. Mamá Tita sí que se enojaba conmigo. Pero aunque alguien
pueda dudarlo, su carácter sí era, por lo general, amoroso y sereno.
Llegó diciembre y con él la Noche Buena, fecha
que esperábamos con mis hermanas y hermanos porque El Niño Dios nos traería
algún regalo. En la nueva ciudad se celebraba “El Día de Reyes”, pero fieles a
sus tradiciones mamá y papá siguieron festejando el anterior. Pronto nos
cambiamos a una casa frente al galerón donde llegamos. Seguíamos siendo pobres,
pero no miserables. El nuevo trabajo de papá nos permitía comer mejor. Además,
ya vivía con nosotros. En Guadalajara lo veíamos muy poco. Trabaja en lo que
podía: cargador, garrotero y boletero del tren, panadero y no sé qué más, pero
siempre que llegaba a casa traía consigo costales de mangos y racimos de
plátanos, se ponía un mandil, y hacía pan. Mientras esperábamos el pan,
hacíamos bolitas con la masa cruda. Mamá lucía sonriente, relajada. Nos miraba
con ojos satisfechos, hasta que sus pollitos comenzaron a morir, víctimas del
empacho por la ‘comida’ que les dábamos: las bolitas de harina.
La primera mañana del 25 de diciembre de 1963 ó
1964, no recuerdo con precisión, me sentí molesta al descubrir que el regalo
que me trajo ‘El Niño Dios’ era un boliche de madera de Quiroga, y no la
bicicleta que pedí. Me enojé y no quise tocar el juguete artesanal. Era demasiado
barato. Si me había portado bien todo el año, ¿por qué hubo compañeras de mi
colegio que sí tuvieron bicicleta y yo no? Ellas no se portaron bien; no la
merecían. Vi el rostro triste de mi padre, quien no dijo una palabra.
Estaba de visita en casa mi prima Ángeles, hija
de mi tío Ramón, hermano de mi papá. Mi madre decía que eran demasiado
vulgares; gente sin educación. Pero yo la amaba. Mayor que yo varios años, era
mi ejemplo por su carácter reflexivo. Me tomó de la mano y me invitó a ‘dar una
vuelta’. Yo lloraba por el enojo ante la injusticia que acababa de recibir. Ni siquiera
puse atención en los regalos que recibieron mis hermanos mayores, mi hermana. No
vi bicicleta alguna ni nada de tamaño fuera de lo normal. Pero no vi a nadie
con enojo.
Mi prima me paró en una esquina y me dijo: “Vita
–así me llamaban-, tengo que contarte algo. No quiero lastimarte, pero tienes
que saber que mi tío y mi tía te quieren mucho. Creo que por tu edad ya puedes
entender”. Yo la miraba de reojo mientras limpiaba mis lágrimas y mocos
resultantes, con el dorso de la mano derecha. Vi el cielo al fondo color azul
claro, con nubes muy blancas. El sol recién se había trepado en lo alto de la
bóveda y uno de sus brazos se estiró hasta el rostro de mi prima. Me causó
gracia. Era común, y sigue siéndolo, que en los momentos en que me he sentido
desolada, algo gracioso llame mi atención. Sonreí. Su hermoso rostro moreno hacía honor
a su nombre "Ángeles". Miré a sus lados para ver si alguna sombra hacía las veces
de alas, y podría hacerle una broma. Ella conocía mi carácter, por lo que me
tomó por los hombros, y se agachó un poco para obligarme a mirarla a los ojos. “Me
entiendes, ¿verdad?”, dijo. No, no la entendía. De hecho, hasta olvidé de qué
hablaba. “El Niño Dios”, dijo quedo; El Niño Dios son tu mamá y tu papá”. No quise
entender lo que decía, aunque en mis oídos sonaba la frase como estribillo “Son
tu mamá y tu papá, son tu mamá y tu papá”. Ella noto mi dispersión a punto de extenderse
hacia los cuatro puntos cardinales. “¡Vita!”, gritó. El estribillo reptó y siguió
el vuelo de la garza rezagada. Entonces la miré a los ojos. “¿Mi mamá y mi papá
son el Niño Dios?”, pregunté cuando el llanto había emprendido la retirada. “Sí.
Ellos son quienes compran los juguetes. El tuyo, el de tus hermanitas, tus
hermanos”. “¿Por qué?”, pregunté abriendo mis pequeños ojos casi rasgados. “Porque
te aman, los aman”. “¿No hay Niño Dios’”, pregunté esta vez con la voz
escondiéndose en mi garganta, avergonzada. “No. El Niño Dios nació hace muchos
años. Porque eres una niña, por eso te dan un regalo en la fecha de su
nacimiento. Cada niña, cada niño, es importante para su mamá y su papá”. “¡Pero ellos son pobres!”, dije con la voz entrecortada por el llanto que regresó en
una embestida brutal. Ángeles me abrazó mientras me estremecía recargada en
su pecho. Es uno de esos recuerdos a flor de piel. Me dolieron ellos, mi madre
y mi padre. Me dolió su esfuerzo, su silencio, su amor inconmensurable. Seguramente
habían prescindido de algunos deseos propios para reunir unos pesos y comprar
juguetes para sus crías.
Cuando mi hijo y mi hija, los primeros,
cumplieron 4 y 6 años de edad, los senté y les dije lo mismo que mi prima me
había dicho, en palabras que pudieran entender. Me sentí con el deber porque no quise sostener una mentira. Tenían
demasiados motivos para sentirse felices cualquier día del año. No vi la
necesidad de que creyeran algo que hace felices a unos cuantos, y hace sufrir a
muchos en un país donde el hambre es el pan nuestro de cada día; donde la clase
trabajadora ni siquiera recibe su raquítico aguinaldo a tiempo; donde cada vez
se retienen las quincenas de mucha gente, y los políticos se
despachan con la cuchara grande.Mi niño y mi niña me miraron y corrieron a abrir sus
regalos con la misma emoción esa mañana del seis de enero. Seguí la tradición de
Los Reyes Magos. Después de todo, no hay magos más grandes que las niñas y los
niños. Hacen magia con sus sonrisas y su amor tiernito, sincero. No
necesitaron mentiras para seguir abriendo grandes los ojos ante la sorpresa de
lo que su madre y su padre les compraban con tanto amor... y esfuerzo.