La
casa estaba llena de espantos. Ni los más escépticos, aquellos que negaban
cuanto veían, o lo achacaban al cansancio o a la imaginación derivada de las
noches calurosas, dejaron de vivir o de ver, o mínimo vislumbrar, algún
fenómeno sobrenatural.
Si
acaso, para minimizar la experiencia, se atrevían a bromear sobre mundos
paralelos, dejando en claro que sus burlas al respecto eran declaraciones de su
mente racional, ajena a supercherías y supersticiones.
Mi
hermano menor, el más incrédulo, se quedó largo rato parado frente a la
escalera que daba dos vueltas: cinco escalones, un giro a la derecha; doce
escalones, otro giro a la derecha, y finalmente siete escalones más, para
llegar a la primera recámara de la planta alta.
Su
mirada extraviada, sin expresión alguna, parecía la de alguien hipnotizado, su
mente en otro lado. Exhaló con fuerza y volvió al presente. Volteó a mirarnos y
preguntó si vimos la canica que cayó escalón por escalón. Quienes estábamos
ahí, junto a él nos volteamos a ver con la interrogación en los rostros. Su
rostro, al notar nuestro desconcierto, se nubló por un momento. Sonrió y
encendió la televisión, dejando la visión como quien espanta una mosca y ésta
vuela a otro lado.
Mi
tobillo era presa de un dolor que irradiaba del punto donde me golpeó la canica
hacia el resto del pie. Cuando me pegó, contuve el grito de dolor. Pese a no
haber emitido sonido alguno, su contacto fue duro, como creo que puede doler el
contacto con una bala expansiva. Mis ojos se nublaron, pero contuve a tiempo lo
que pudo ser llanto en mi rostro. Me agaché simulando que algo se me había
caído. De haber dicho lo que pasó, se hubieran reído de mí mis otros hermanos.
No veían, no escuchaban. Y cuando lo hacían, lo negaban.
Esa
tarde cuando regresé de la escuela, luego de comer, me subí a mi recámara con
el propósito de descansar un rato. Me acosté y respiré satisfecha por el
descanso anticipado.
Escuché
pasos suaves y vi entrar a mi padre, que luego de sonreírme se sentó en un lado
de mi cama, en silencio. Otros pasos, y entró mi madre, quien hizo lo mismo.
Pensé que me dirían algo, pero entre ellos parecía no existir el mínimo
vínculo; como si cada uno estuviera solo a mi lado. Comencé a dudar de su
presencia. Busqué sus sombras y no las encontré.
Llegó
también el mayor de mis hermanos, y luego los demás. Todos quedaron sentados
alrededor mío, sobre mi cama. Contuve la respiración. Algo no estaba bien. Sus
miradas eran diferentes; no parecían ser ellos; como si fuera un sueño, pero no
lo era. Sabía que no dormía, si recién me había acostado. Conocía bien la fina
frontera entre sueño y vigilia; el delgado muro existente entre realidad e
imaginación.
La
primera en reír fue mi hermana, dos años mayor que yo; la siguió mi padre, mi
madre, mi hermano el mayor, y así uno a uno. Era una risa que parecía a punto
de desatar un temblor en la casa. Mi cama comenzó a convulsionarse, pero ellos
se mantenían imperturbables, inamovibles, con las carcajadas brotando de sus
bocas como serpientes que se enlazaban entre sí.
Tapé
mis oídos mientras las lágrimas rodaban calientes por mis mejillas y el ritmo
de mi corazón se aceleraba. No pude articular palabra. Sólo cerré los ojos y me
hice ovillo.
Cuando
desperté, estaba sola. Me incorporé y fui a asomarme a la sala. Ahí estaban mis
padres frente al televisor, junto con mi hermana. Mis hermanos no estaban en la
casa.
Por
la noche, a la hora de la cena, todos juntos, cada quien sonrió a los demás,
pero pude notar en sus miradas una duda. Casi puedo asegurar que cada miembro
de mi familia vivió la misma experiencia que yo a la hora de la siesta, pero
ninguno se atrevió a preguntar, ni a hacer comentario alguno. Yo misma no lo
hice.
Me gusta bastante este relato. De mis favoritos que me has contado desde la infancia, ya verlo transformado en cuento es más gratificante aún.
ResponderEliminarMe alegra que te guste, preciosa. Recoger nuestros recuerdos de infancia, que ya vienen con una gran dosis de fantasía, y agregarle otro poco, es divertido. Besos.
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