Espacio de poesía y cuento (Obra en progreso)

martes, 26 de abril de 2011

Lluvia recurrente

Llovía. Gruesos chorros de agua anegaban las macetas del corredor. De sus redondas orillas caían oscuras cascadas de lodo. Los tallos de las plantas doblados por la carga acuosa, se encontraban a punto de quebrarse.
La mujer se encontraba de pie, mirando caer la lluvia atrás del cristal de la ventana. La casa, enjarrada, lucía antigua. Las paredes simulaban adobes, mientras gruesos leños ardían en la chimenea. Sobre un escritorio de madera al estilo rústico, descansaba la lap, abierta. Un florero de cristal largo albergaba un girasol a un lado de la Mac.

Sobre sus mejillas se precipitaban gruesas gotas de agua salada. Al llegar a sus labios, las lamió sonriente. Le causaba gracia que fueran saladas, en tanto el agua que caía del cielo era dulce.
La lluvia comenzó a ceder en ambas trincheras, luego de varias horas. El agua arrastró consigo malezas, piedras, troncos, y la tristeza.
Los ojos de la mujer estaban hinchados, como madera verde que ha sido expuesta a la humedad.
Había olvidado cuándo comenzado a llorar. Él se iba, ella lloraba. Contempló los charcos donde ahora se reflejaban los dorados rayos del sol, desprendiendo, como prisma, los colores del arcoíris a momentos.

El hombre que desataba sus tormentas era maleable. Solía ser amoroso, apasionado, tierno; pero entraba y salía de su mundo cuando menos lo esperaba, y entonces ella se sentía desconsolada, indefensa, rabiosa, con el deseo de desatar hacia su ser todos los improperios que se le venían a la mente. Ella lo hizo, ella le dio todo; él no era nadie antes de ser visto por ella… pero luego, arrepentida, lo veía como un ser único, hermoso.

Brillantes los ojos, restablecida, tomó la determinación de renunciar a él de una vez por todas. Sacudió las ideas con un leve movimiento de cabeza, con la certeza de que ahora ambos quedaban a salvo. Él, de que lo convirtiera ora en santo, ora en villano; un ser ramplón, lo último que ella pretendía o deseaba hacer de uno de sus más grandes amores.
Ella, a salvo de continuar saltando de la tranquilidad a la ansiedad, de la satisfacción al sufrimiento.
Finalmente lo soltó. Respiró largo y placenteramente; apagó la máquina. No lloraría más una nueva ausencia de él. Fue la última. Haberlo creado le reconfortaba. Fue su mejor proyección. Ya escribiría otras historias, con personajes menos evasivos.
Allá el editor y sus enojos. Se cansó de hacer entregas semanales. Ya encontraría la manera de sobrevivir económicamente.

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