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“El viento no tiene voz, sólo arrastra los
lamentos, las alegrías, los pesares, y también la indiferencia”. Me decía
mientras sus nerviosas manos trataban de alisar un rebozo sucio y arrugado de
tantos días de dormir a la intemperie, de acudir a los sanitarios rentados en
una calle, a donde el grupo acudía a hacer sus necesidades fisiológicas. El
olor era insoportable. Por más que los lavaran quienes instalaron esos baños
públicos, rebasaba la cantidad de personas que en varias ocasiones habían sacado
agua de las tazas para lavarse al menos las manos temblorosas, las caras
afiladas. Sólo temprano, recién lavadas, podían hacerlo. No faltó la mano
caritativa que les acercó una botella de cloro y una bolsa de detergente.
Alguien llevó también toallas desechables.
En torno al ayuntamiento abundaban las
botellas de agua vacías, tiradas sin ton ni son. Latas de refrescos, bolsas de
chatarra y algunos desperdicios de comida.
Acomodaron petates muy cerca uno de otro,
pese al calor del lugar, como si el aire les arrimara un frío que nadie se
atrevía a mencionar.
“Ese viento trae el sonido del llanto, ¿lo
escucha?” Me decía la mujer poniéndose la mano en una oreja, ahuecándola como
corneta para escuchar algo que sólo ella descifraba. “¿Lo escucha?”, insistía.
Yo no podía decir una palabra. Me acerqué al grupo porque ahí andaba una tía
mía, buscando también a su muchacho.
“Hace muchos años que el viento arrastra la
vileza” continuó diciendo. “Años de escuchar los disparos, el llanto, los
gritos, la agonía. Hasta ahora que dizque el mundo está al pendiente es que
empiezan a llamarnos, a tomarnos en cuenta. Pero no crea que les dolemos. El
viento arrastra sus pasos, sus nervios, sus mentiras. Pero el viento no tiene
voz, se lo aseguro. Si no, yo la reto a que en su casa trate de escuchar a sus
vecinos; trate de oler sus estados de ánimo. Y es que el viento también trae
los aromas. El miedo se huele, es cierto, también se huele cuando la gente está
contenta. Por eso se estremecen los cuerpos sin saber cuál es la causa. Pase
usted junto a la gente que baila, y va a sentirse contenta, con ganas de
caminar sintiendo cada hueso. Pero aquí, qué le puedo yo decir; basta con ver
su propio rostro. ¿Ya se vio en un espejo? Trae pegada la desesperanza que el
viento arrastra. Por eso no puede contestarme. Vaya a darse un baño,
restriéguese bien pa’ que se quite ese color pardo y esa mirada. Míreme a mí,
yo creí que a los nietos se les ama porque ya aprendí mientras fui madre; que
porque con ellos no queremos cometer los mismos errores, las mismas
equivocaciones que cometemos con los hijos. Pero no. Yo recién descubrí que los
amamos por solidaridad con nuestros hijos, nuestras hijas. Nunca supe cuánto
amo a mi hija hasta que la vi llorar por su muchacho. Me duele ella. Es parte
de mis huesos. No me duelen los huesos por ser vieja; pue que algo tenga que
ver. Pero estoy convencida que me duelen por ver quebrarse a m’hija. Amo a mi
nieto, es cierto, pero el dolor es por mi muchacha. Daría mi vida porque ella
no sufra, pero no puedo evitarlo. Váyase de aquí. Si usté no tiene a nadie
desaparecido, mejor váyase. Nos ayuda más contando lo que sucede aquí que
arrimando el dolor que el viento le contó. Váyase, de verdad. Nada hay que
hacer en un hoyo donde todo es sufrimiento, rabia, desesperanza. Pero no crea
que no hacemos algo para no llenarnos de odio. Pa´qué nos sirve el odio. Lo que
queremos es que nos digan si están muertos o no; que nos dejen aunque sea
reunir sus huesos y darles la santa sepultura. Meter el polvo de sus huesos en
el rincón más profundo de estos corazones que ahora son como uno. Quién nos iba
a decir que la tragedia nos iba a unir y no las ganas de hacer de nuestro
pueblo un lugar habitable. Ora el viento nos trae la mala nueva de que nos
dejarán sin saber lo que pasó realmente. Basta con ver los rostros pegajosos de
los voceros. El viento les pegó las mentiras que les dictan los jefes. Qué se
le va a hacer. Mejor váyase; ándele”.
Se envolvió en su rebozo. Me senté a la orilla de ese hoyo donde el viento corre pesadamente, cansado, oliendo a sangre y a sudor. Donde vuela mis
lágrimas para formar con el llanto nuestro nubes gordas que
parecen gemir cada vez que revientan sobre de ellos, sobre nosotras.