Espacio de poesía y cuento (Obra en progreso)

domingo, 17 de abril de 2011

Noche a noche


Sandra despertó a las dos de la mañana.
Como si una voz le llamara, abrió los ojos y contempló las vigas del techo con la mirada perdida, somnolienta. Respiró profundamente sacudiéndose la pesadez y giró el rostro para ver el reloj eléctrico sobre su buró, del lado izquierdo de la cama, justo en el momento en que la laminita daba vuelta para registrar un minuto más. Invariablemente despertaba a esa hora.

Hizo la sábana a un lado, con cuidado, para bajar de la cama sin que su marido se percatara del movimiento. Sentada en la orilla, contempló el rostro apacible del padre de sus hijos y se levantó sin calzar sus pies; pretendía no hacer ruido.
Contó mecánicamente los pasos que daba hasta el cuarto de sus dos niños. Arropó a la niña y en seguida al niño. Contó de nuevo los pasos hasta el inicio de la escalera que estaba a punto de descender, cuando su corazón dio un vuelco por el susto que le ocasionó ver su reflejo en el espejo de cuerpo completo colgado de la pared donde comenzaban terminaban los escalones. Sonrió burlona de sí misma por el olvido-acto-fallido y el temblor que le quedó en el cuerpo por su imagen perfilada sobre el cristal, casi en penumbras, fantasmal por los rayos del tragaluz ubicado justo arriba de la pared donde Julio lo colgó antes de conocerla, según le contó.
Descendió cada escalón colocando un pie a la vez, con gracia, como si bailara, buscando calmar el ritmo aún acelerado de su pulso.
Llegada a la planta baja, se sentó un momento en el sillón de la sala acomodada bajo el marco formado por la escalera. Se sabía prácticamente de memoria cada espacio. Pensó en ello y se puso de pie para caminar hacia la puerta de la calle. La abrió sin prisas y se asomó recargada en la cantera simulada de los marcos. La luz del farol de enfrente le dio de lleno en la cara. Como si al quedar iluminada fuese vista, se acomodó el cabello y pasó sus manos sobre el camisón untado a su esbelto cuerpo.
Le gustaba contemplar la noche y el silencio que de ella brotaba. Sólo se escuchaba lejano el zumbido intermitente de la electricidad y uno que otro grillo. Algún ladrido rasgaba la oscuridad. Entonces emprendió el camino de regreso a su recámara, contando cada paso, cada escalón, asustándose de nuevo ante la imagen fantasmal del espejo apenas iluminado por el tragaluz; se detuvo a arropar una vez más a la niña, al niño. Ya en su recámara se sentó en la orilla de la cama y vio el reloj: las dos de la mañana con 20 minutos. Noche a noche, la misma hora para abrir los ojos, y la misma hora para regresar y acostarse de nuevo. Había olvidado desde cuando se formó esa rutina. Respiró profundo, se tendió sobre la espalda y jaló con suavidad la sábana para cubrirse; sonrió al ver el rostro relajado de su marido y pasó un brazo sobre él, amorosa, antes de volver a cerrar los ojos.

Julio despertó. Las seis de la mañana. Invariablemente despertaba a esa hora. Se estiró y bostezó. Mientras se restregaba el rostro pretendiendo borrar las imágenes de su sueño,  decidió que esa mañana, sin falta, preguntaría en la oficina si había ahí alguna Sandra. De no haberla, preguntaría a cada compañero, cada compañera de trabajo, si había alguna en su familia. Tenía que conocerla. Ya era tiempo de sentar cabeza, pensó, mientras se levantaba a darse el baño de cada día antes de desayunar y salir a su trabajo.

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