Espacio de poesía y cuento (Obra en progreso)

miércoles, 6 de enero de 2016

Los Reyes Magos


Para Claudia y Polo

A los pocos días de cumplir ocho años de edad, salimos una noche de las orillas de Guadalajara para llegar a vivir al corazón de Morelia. El mío, mi corazón, latía emocionado mientras la gallina en la jaula para pájaros se movía inquieta tratando de expandir sus alas, y el gato –en otra jaula- estaba hecho ovillo. Era abril y el calor crecía.
No supe cuántas horas hicimos, pero cuando hicieron a un lado la lona para bajar la parte que fungía como puerta en la troca en que nos mudaron, mis ojos se abrieron expectantes. Venía a descubrir un nuevo mundo: casas de paredes de piedra, calles anchas y bien trazadas y el paso de los carros sobre asfalto me dio la impresión de haber llegado a un país lejano; un país moderno. Habíamos vivido enfrente de un llano y todo afuera de la casa era tierra. Mi juego favorito era sentarme debajo del laurel de flores de colores encendidos, abriendo surcos en la tierra negra para dar paso a las arañas. Disfruté las cuevas en el llano, y hasta el basurero, donde cada día encontraba algo nuevo, un tesoro: un arete, un muñeco sin un brazo, un trompo sin punta, un huevo que alguna gallina fue a poner en el calor proveniente de la basura… Aunque lo que más gozaba eran las tardes en que Ernesto hacía papalotes y corríamos para que se elevaran. Nunca aprendí a hacer uno. Él era el mago que, llegando a Morelia siguió organizando los juegos, con sus nuevos inventos. Teníamos ‘reflectores’ hechos por él cuando jugábamos a policías y ladrones. Reflectores construidos a partir de una caja de zapatos, un foco y una extensión. Llegamos a vivir a una casa muy grande, un galerón de piso de ladrillo que había que trapear con algo rojo que se disolvía en agua. Era un cuarto muy grande donde cupieron las literas y todas las crías junto con mi Mamá Tita. Había un pequeño patio con piso de cemento donde se encontraba el baño y un pequeño cuarto que ocuparon mamá y papa. Desde ese patio podía, al menos, ver las estrellas. No teníamos la libertad del llano, pero valió la pena. La ciudad nos impresionó. Es bella, bellísima.
Mi abuelita –Mamá Tita- salió a la calle una tarde, con un machete en la mano. El cielo estaba cargado de nubes; amenazaba tormenta. Me sentí avergonzada cuando se hincó a la mitad de ella ‘para deshacer la culebra de agua que amenazaba huracán’, dijo. Mi vergüenza perdió el rostro por la risa que me invadió. Eso, en un llano, lo entendía; pero en la ciudad, en esa calle derecha de una casa tras otra me pareció una locura. La verdad es que nunca me llevé muy bien con mi abuelita. Creo que no le gustaba mucho mi piel morena, ni mi personalidad inquieta. Fui demasiado inquieta y parlanchina, lo contrario a ella, que hablaba muy poco y se limitaba a silbar y en ocasiones a entonar alguna canción con su hermosa voz de soprano. Cuando la cansaba, me decía palabras extrañas con un tono que no me sonaba muy amable: ‘Cuzca, garraleta’. Su rostro blanco y sus azules ojos cambiaban de tono por el enojo. Cuzca me sonaba a casco, lo que me llevaba a imaginar caballos, yo montada en uno de ellos. Garraleta, a gitana. Yo, gitana morena, de cabellos negros, elegantemente vestida con collares y pulseras multicolor y aretes largos, sobre un caballo. Sonreía.
Con el paso de los años supe el significado de las dos palabras. Mamá Tita sí que se enojaba conmigo. Pero aunque alguien pueda dudarlo, su carácter sí era, por lo general, amoroso y sereno.
Llegó diciembre y con él la Noche Buena, fecha que esperábamos con mis hermanas y hermanos porque El Niño Dios nos traería algún regalo. En la nueva ciudad se celebraba “El Día de Reyes”, pero fieles a sus tradiciones mamá y papá siguieron festejando el anterior. Pronto nos cambiamos a una casa frente al galerón donde llegamos. Seguíamos siendo pobres, pero no miserables. El nuevo trabajo de papá nos permitía comer mejor. Además, ya vivía con nosotros. En Guadalajara lo veíamos muy poco. Trabaja en lo que podía: cargador, garrotero y boletero del tren, panadero y no sé qué más, pero siempre que llegaba a casa traía consigo costales de mangos y racimos de plátanos, se ponía un mandil, y hacía pan. Mientras esperábamos el pan, hacíamos bolitas con la masa cruda. Mamá lucía sonriente, relajada. Nos miraba con ojos satisfechos, hasta que sus pollitos comenzaron a morir, víctimas del empacho por la ‘comida’ que les dábamos: las bolitas de harina.
La primera mañana del 25 de diciembre de 1963 ó 1964, no recuerdo con precisión, me sentí molesta al descubrir que el regalo que me trajo ‘El Niño Dios’ era un boliche de madera de Quiroga, y no la bicicleta que pedí. Me enojé y no quise tocar el juguete artesanal. Era demasiado barato. Si me había portado bien todo el año, ¿por qué hubo compañeras de mi colegio que sí tuvieron bicicleta y yo no? Ellas no se portaron bien; no la merecían. Vi el rostro triste de mi padre, quien no dijo una palabra.
Estaba de visita en casa mi prima Ángeles, hija de mi tío Ramón, hermano de mi papá. Mi madre decía que eran demasiado vulgares; gente sin educación. Pero yo la amaba. Mayor que yo varios años, era mi ejemplo por su carácter reflexivo. Me tomó de la mano y me invitó a ‘dar una vuelta’. Yo lloraba por el enojo ante la injusticia que acababa de recibir. Ni siquiera puse atención en los regalos que recibieron mis hermanos mayores, mi hermana. No vi bicicleta alguna ni nada de tamaño fuera de lo normal. Pero no vi a nadie con enojo.
Mi prima me paró en una esquina y me dijo: “Vita –así me llamaban-, tengo que contarte algo. No quiero lastimarte, pero tienes que saber que mi tío y mi tía te quieren mucho. Creo que por tu edad ya puedes entender”. Yo la miraba de reojo mientras limpiaba mis lágrimas y mocos resultantes, con el dorso de la mano derecha. Vi el cielo al fondo color azul claro, con nubes muy blancas. El sol recién se había trepado en lo alto de la bóveda y uno de sus brazos se estiró hasta el rostro de mi prima. Me causó gracia. Era común, y sigue siéndolo, que en los momentos en que me he sentido desolada, algo gracioso llame mi atención. Sonreí. Su hermoso rostro moreno hacía honor a su nombre "Ángeles". Miré a sus lados para ver si alguna sombra hacía las veces de alas, y podría hacerle una broma. Ella conocía mi carácter, por lo que me tomó por los hombros, y se agachó un poco para obligarme a mirarla a los ojos. “Me entiendes, ¿verdad?”, dijo. No, no la entendía. De hecho, hasta olvidé de qué hablaba. “El Niño Dios”, dijo quedo; El Niño Dios son tu mamá y tu papá”. No quise entender lo que decía, aunque en mis oídos sonaba la frase como estribillo “Son tu mamá y tu papá, son tu mamá y tu papá”. Ella noto mi dispersión a punto de extenderse hacia los cuatro puntos cardinales. “¡Vita!”, gritó. El estribillo reptó y siguió el vuelo de la garza rezagada. Entonces la miré a los ojos. “¿Mi mamá y mi papá son el Niño Dios?”, pregunté cuando el llanto había emprendido la retirada. “Sí. Ellos son quienes compran los juguetes. El tuyo, el de tus hermanitas, tus hermanos”. “¿Por qué?”, pregunté abriendo mis pequeños ojos casi rasgados. “Porque te aman, los aman”. “¿No hay Niño Dios’”, pregunté esta vez con la voz escondiéndose en mi garganta, avergonzada. “No. El Niño Dios nació hace muchos años. Porque eres una niña, por eso te dan un regalo en la fecha de su nacimiento. Cada niña, cada niño, es importante para su mamá y su papá”. “¡Pero ellos son pobres!”, dije con la voz entrecortada por el llanto que regresó en una embestida brutal. Ángeles me abrazó mientras me estremecía recargada en su pecho. Es uno de esos recuerdos a flor de piel. Me dolieron ellos, mi madre y mi padre. Me dolió su esfuerzo, su silencio, su amor inconmensurable. Seguramente habían prescindido de algunos deseos propios para reunir unos pesos y comprar juguetes para sus crías.

Cuando mi hijo y mi hija, los primeros, cumplieron 4 y 6 años de edad, los senté y les dije lo mismo que mi prima me había dicho, en palabras que pudieran entender. Me sentí con el deber porque no quise sostener una mentira. Tenían demasiados motivos para sentirse felices cualquier día del año. No vi la necesidad de que creyeran algo que hace felices a unos cuantos, y hace sufrir a muchos en un país donde el hambre es el pan nuestro de cada día; donde la clase trabajadora ni siquiera recibe su raquítico aguinaldo a tiempo; donde cada vez se retienen las quincenas de mucha gente, y los políticos se despachan con la cuchara grande.Mi niño y mi niña me miraron y corrieron a abrir sus regalos con la misma emoción esa mañana del seis de enero. Seguí la tradición de Los Reyes Magos. Después de todo, no hay magos más grandes que las niñas y los niños. Hacen magia con sus sonrisas y su amor tiernito, sincero. No necesitaron mentiras para seguir abriendo grandes los ojos ante la sorpresa de lo que su madre y su padre les compraban con tanto amor... y esfuerzo.

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